La Unión Europea y Estados Unidos le han prometido al presidente ucraniano Volodímir Zelenski que le ayudarán a recuperar militarmente el terreno conquistado por el enemigo, y le han delegado la definición de las misiones y la exposición mediática de las operaciones destinadas a movilizar la opinión pública. Si, como es de temer, Rusia se anexiona este otoño todo o parte del Donbás, o las regiones de Jersón y Zaporiyia algo más al sur, ¿ayudará Occidente a Kiev a reconquistarlas asumiendo así el riesgo de una confrontación todavía más directa y delicada con un Moscú susceptible de aplicar a dichos territorios la protección nuclear que reserva para el suyo (1)?
El asunto de las sanciones debe abordarse con el mismo realismo, y es que tampoco en este caso se trata de una cuestión de pose. Los Estados que han querido “castigar a Rusia” sin duda lo han logrado (no puede adquirir piezas de recambio ni tecnologías de doble uso), pero sin acercarse –¡ni de lejos!– a los objetivos previstos hace seis meses. El pasado 1 de marzo, el ministro francés de Economía Bruno Le Maire fanfarroneaba: “Vamos a provocar el derrumbe de la economía rusa. […] La Unión Europea está revelando su poder”. Mal que le pese, el Fondo Monetario Internacional –que no es precisamente un cubil antioccidental– acaba de llegar a la conclusión de que “la contracción de la economía rusa durante el segundo trimestre ha sido inferior a lo esperado”, mientras que “las consecuencias de la guerra para las principales economías europeas han sido peores de lo esperado” (2). Aunque se han reducido, las exportaciones rusas de energía procuran a Moscú más ingresos que antes debido a su precio, que se ha disparado. De modo que la financiación de la “máquina de guerra rusa” no se ha visto menoscabada, contrariamente al poder adquisitivo de los europeos, que ha sufrido el impacto de las medidas irreflexivas de sus dirigentes. La política energética común, que debía verse coronada por las sanciones, ha desembocado en un desastre sin paliativos, en particular para las clases populares, cuyos ingresos disponibles apenas se mantienen por encima de la línea de flotación.
No nos falta razón al indignarnos por las decisiones que un solo hombre, o casi, ha tomado en Moscú y que han llevado a la guerra y la miseria. Pero ¿tan distinta es la situación en otras partes? ¿Y cuánto tiempo seguirá siendo así?